Editor Proyecto
abril 5, 2025
Por Jorge “El Biólogo” Hernández*
Esta comunicación viene de otro mundo, sus crónicas son de un viaje por otra galaxia conocida por los terrícolas como Andalucía. Las historias serán enviadas no por télex, sino mediante un satélite que transporta, más que imágenes, sensaciones.
De este sur de España no me atreveré a hablar, que ya lo han descrito con maestría arqueólogos, arquitectos, historiadores, músicos, cantaores y poetas. Prefiero compartirles la emotividad de los encuentros con personas, su cocina y el sabor único de sus tabernas. Por eso en esta crónica habrá un vacío de palabras para tres lugares donde Laura y yo quedamos mudos y solamente logramos expresarnos con aspavientos, interjecciones de admiración, incluso lágrimas, debido a las emociones que nos produjeron las imágenes, las formas y los colores del barrio de la Judería y su joya universal, la Mezquita de Córdoba, la maravilla inigualable de la Alhambra en Granada y la obra exhibida en el Museo Picasso en donde las pinturas y cerámicas, no algunas, sino cada una de ellas sin excepción es una obra maestra salida de las manos de ese genio de Málaga.
Después de disculparme por mi incapacidad de describir lo vivido en estos tres escenarios los invito a la primera parada, Málaga. El arribo por tren no puede ser mejor, al entrar a la zona andaluza el paisaje te avisa que has llegado a esa región mágica de España; por kilómetros, a ambos lados de la vía, solamente se ven olivares, infinitos terrenos sembrados de aceitunas y, más adelante, ya para llegar, admiras las playas, las olas y la arena del Mediterráneo, ese al que Serrat le canta, el “de Algeciras a Estambul”. Así entramos a ese maravilloso sur de España donde encontramos la calidez y la simpatía de su gente, y la gentileza de los andaluces que nos acompañó todos los días que pasamos en sus territorios.
La bienvenida a la cocina andaluza, que deleitó toda nuestra estancia en estas tierras, nos la dio una gran taberna, El Pimpi, fundada hace 54 años en el corazón de Málaga. Cuando llegamos a la antigua bodega, la de más solera de la ciudad -según han escrito sus cronistas-, estaba a reventar, sin embargo, ubicamos dos lugares en la barra. Frente a nosotros se apreciaba un muy bello mural representando una escena taurina y, a su lado, en una pizarra negra se podía leer el menú escrito con gis blanco, ofreciendo la friolera de 18 platillos para tapear; anunciaba también un “rincón ibérico” de embutidos con seis propuestas y, renglones más abajo, ofrecía cinco tipos de carnes y cinco platillos de pescado distintos, además de tres variados bocadillos; para finalizar, se presentaban las sugerencias del día. De esa maravillosa legión de platillos, muchos a la vista, nos decidimos por medias raciones de estas delicias: mojama, anchoas de Cantabria, salpicón de pulpo, boquerones fritos y, la última, albóndigas en salsa de tomate. Laura las acompañó con un jugo de naranja y yo con un tinto de verano.
Después de este gran agasajo nos fuimos andando por una calle peatonal donde en una de sus muchas terrazas fuimos recibidos por ese binomio indivisible compuesto por la gentileza y la gracia que tienen los andaluces y que también poseía Juanjo, el camarero que nos atendió en una mesa alta, de esas cuyas sillas en México llamamos “periqueras”. Pedimos unas bebidas y Juanjo de inmediato nos acercó la carta con una sugerencia por si queríamos picar algo de comer. Con su acento cordobés nos informó: “Nuestro platillo favorito, y que deben probar, son los Pitufos”. Ante la sonrisa de Laura, que al oírlo le preguntó: “¿Ese nombre está puesto como un homenaje a los dibujos animados, azulitos, de las películas?”, nuestro camarero contestó sin titubear: “No, señora, estos son anteriores a los originales”, con lo que no pudimos evitar soltar una carcajada que, incluso meses después, se repite cada que nos acordamos de su respuesta.
A pesar de haber llegado de Córdoba, su ciudad natal, Juanjo conoce bien Málaga y sobre todo sabe dónde se debe comer, algo que pudimos comprobar cuando nos recomendó un lugar que resultó fantástico. Al escuchar el nombre del restaurante pensamos que era otra broma. El lugar se llama Chupytira, “así se escribe”, me dijo, mientras lo apuntaba en una servilleta, “va todo junto, en una sola palabra” y nos explicó su origen. En un principio era un chiringuito donde los pescadores comían almejas y para comerlas, evidentemente, uno chupa la carne y después tira la concha, es decir, se “chupa y tira”. Al día siguiente fuimos en su busca.
En el trayecto el taxi tomó hacia el mar y pasamos por el puerto. En un breve recorrido, ya que el lugar estaba cerca, frente al magnífico paisaje el conductor nos comentó que íbamos sobre la Avenida Antonio Machado, yo casi aplaudo de la emoción. Sin embargo, también nos explicó que a partir del cruce por el que pasábamos la calle cambia de nombre por el de Antonio Banderas. Mi respuesta fue inmediata y, en broma, protesté: “Creo que yo aquí me bajo”.
Cuando llegamos el Chupytira estaba lleno y tuvimos que esperar poco más de 15 minutos para que nos dieran lugar, lo que no importó por las delicias que nos esperaban. Como es lógico, lo primero que hicimos al sentarnos fue chupar y tirar las conchas de las coquinas -las clásicas almejas de Málaga- que pedimos. Después probamos un platillo que no abandonamos en toda nuestra travesía por Andalucía cada vez que aparecía en los menús, tortillitas de camarón. Para cerrar con sabor a mar gozamos de un pulpo araña frito.
Terminamos ese día con otra búsqueda: una vista de la ciudad y el mar desde las alturas. Ya en lo alto del Castillo del Gibralfaro donde se halla un antiguo faro que data del siglo VII a.C., y desde uno de sus torreones que servían para la vigilancia, Laura y yo contemplamos la ciudad y el mar que durante milenios fue surcado por marinos, comerciantes, piratas y guerreros.
*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada, un remanso divertido de la cotidianidad. Texto publicado en La Jornada Morelos.