Una deuda con mi querida colonia, Portales | Vagancias

Una deuda con mi querida colonia, Portales | Vagancias

Editor Proyecto

enero 20, 2025

Por Jorge “El Biólogo” Hernández*

A ese barrio llegué a vivir hace más de 50 años y no lo he descrito, en estas Vagancias, con la amplitud que se merece. Quisiera sobre todo recorrer en mi memoria sus bares y cantinas; en estas líneas trataré de cubrir esa asignatura pendiente.

Empiezo describiendo la maravilla que ocurría con solo salir de mi casa. Al abrir la puerta, que siempre ha estado custodiada por una alta y esbelta palmera, uno se encontraba de frente con una vinatería, en cuya entrada, por las noches, se vendían sopes y quesadillas. Y a su derecha, exactamente enfrente de mi casa, aun existe el taller mecánico del Maestro Felipe Rodríguez, un mecánico sabio, honesto y amable. Luego, el local contiguo estuvo por muchos años ocupado por una farmacia, pero el propietario decidió cerrar y regresar a su pueblo, en Michoacán, por el tremendo susto que le provocó el temblor de 2017. Más adelante, en la esquina con Municipio Libre, sigue activa una sastrería que ha estado ahí desde siempre, al igual que la tintorería El Fénix, en la contra esquina. Eso es lo que yo llamo un barrio, y “lo demás es tutifruti”, como decía Fernando Soler cuando se refería a lo que no es de verdad.

Hace tiempo, en un texto publicado en mi libro Travesías, titulado “Échame salsita”, recorrí los aromas y sabores de su comida callejera; sin embargo, una deuda estaba pendiente con mi querida colonia, y deseo cubrirla con esta crónica. La intención de reparar esa falta nació en una comida, por supuesto acompañada de sus bebidas respectivas, con mi amigo Jaime López, quien hace más de 30 años es un habitante distinguido de Port-Gales, como él llama cariñosamente a nuestro barrio.

Les comparto el trayecto que recorrí, con el fin de tomar notas de memoria y volver a respirar estos ambientes casi olvidados.


Al salir de la estación de autobuses La Selva, de Cuernavaca, con rumbo a la Cuidad de México, ya tenía definido mi recorrido para el encuentro con las cantinas de mi colonia. A mi llegada a la Terminal de Autobuses del Sur, abordé el metro en Taxqueña para bajarme en la estación Portales. Al salir, mis destinos estaban a unos pasos, así que caminé sobre Calzada de Tlalpan, en dirección al centro. A pocos metros reconocí el gran letrero de El Pico de Oro, cantina donde hace veintisietes años, casi el año de su inauguración, entré acompañado de dos amigos catalanes recién llegados a un viaje de placer a México. Esa mañana, como al mediodía, Ignasi y Montse probaron algo que no conocían, pero que les gustó tanto que hasta le fecha lo recuerdan: los huevos rancheros. Tampoco han olvidado que, sin importar la hora, y especialmente trastocados por el jetlag, la mejor opción son los huevos rancheros divorciados, matizados por una cerveza y un mezcal.

Al Pico de Oro regresé muchas veces, aunque hoy solamente pedí una cerveza y conversé con el mesero. Hablamos del pasado del lugar que yo recordaba, vinieron a mi mente las carnitas que servían, los chilaquiles rojos que muchas veces fueron reparadores en algunas mañanas, y la música tropical que seleccionaba en la rocola, y que esta tarde, al ver que efectivamente hay una rocola en una esquina, me mentí pensando que era la misma que conocí hace casi treinta años, cuando el lugar era propiedad de dos hermanos de origen libanés. Con ese pensamiento nostálgico salí en busca de otros recuerdos.

La siguiente escala y la segunda cerveza de este trayecto fue en La Reunión, un lugar que no conocía, pero que hace algunas semanas llamó mi atención, en alguna caminata, porque en una de las mesas de esa aparente lonchería se estaba jugando dominó. La Reunión es un lugar peculiar donde se ofrece comida corrida pero que tiene un toque de cantina de barrio, ya que desde la entrada se ve una barra respetable de bebidas. En sus mesas, ese día que la visité, nadie estaba comiendo; todos los comensales conversan y bebían, algunos cerveza, otros tequila o cubas. No había que averiguar, pero estaba claro que eran asiduos clientes contentos de tomar una copa con amigos, y todos eran vecinos de Portales, según supe al preguntarles de dónde venían. Es decir, queridos amigos, mi barrio tiene algo muy original: una cocina económica con chupe, donde además se pueden echar manitas de dominó.

El Emporio no podía faltar en este tour personal guiado por mis recuerdos. Seguramente El Emporio es la cantina más antigua de Portales y sus alrededores. Sus 107 años de existencia lo confirman. Sirvió sus primeras copas en 1892, con la sana costumbre, que se conserva hasta nuestros dias, de abrir su barra a las 10 de la mañana. Yo fui por primera vez casi recién llegado a mi nueva colonia; no iba con frecuencia, pero siempre fue en las horas del mediodía. Tomaba solamente una o dos cervezas, retirándome luego con discreción, pues en aquellos años setenta, las calles que rodeaban el mercado no eran del todo seguras, y a cierta hora se sentía una vibra que, por mi origen “santajuliero”, identificaba perfectamente. Pero lo que nunca me perdía era su botana: recuerdo las lentejas servidas con plátano macho y la ropa vieja a la cubana. Esta vez que fui, para mi suerte, había lentejas y pollo en adobo; no probé el hígado encebollado porque no me ha gustado nunca, ni cuando lo guisaba mi mamá. Pedí como aperitivo un vodka tonic y, con la comida, una chela. Arturo, el nuevo cantinero, me recordó al Flaco, aquel hombre simpático y dicharachero que me atendía hace cuarenta años en la misma mesa que hoy ocupé.

La última parada de este homenaje es para un lugar que ahora solo existe en mi memoria. El Bar Trini, de la esquina de Odesa y Municipio Libre, fue por mucho tiempo un lugar de salvación, ya que solamente tenía que sobrevivir caminando tres cuadras para resolver las graves crudas producidas por los memorables reventones que se celebraban en mi casa de la calle Bélgica. Era la década de los ochenta. La especialidad del Trini era el Bull, ese preparado a base de cerveza que pude levantar muertos; con ese elixir reviví muchas veces. Ese bar tenía otra ventaja: a unos pasos de sus puertas, enfrente, había una marisquería que preparaba deliciosos cocteles al estilo veracruzano, con ese toque de chipotle que rememora los que preparan en los portales del puerto jarocho. Su localización tenía otro atributo, por si los malestares que se querían resolver eran más severos; a pocos metros se encontraban los Baños Río, que ofrecían el servicio de baños de vapor privados. ¡Cómo no agradecerte, querido Bar Trini, esa manera sabia y solidaria de curarme una cruda! Hoy, el predio de esa venturosa historia de mi colonia, como cosa casi insultante, es ocupado por la mueblería de un centro cristiano, a la cual no me acerco por aquello de que quieran convencerme de dejar la vagancia como forma de vida.

Sin embargo, Portales me tenía guardada una sorpresa. Hace unos días, en el trayecto desde Churubusco hasta mi casa, se me apareció un letrero en la esquina de Bélgica y Popocatépetl, con un letrero sobre sus puertas que dice Restaurant Trini (esta última palabra, escrita con la misma tipografia del viejo bar). Todavía no me atrevo a visitarlo, por el temor de que ya no sea lo que yo viví y que atesoro en la memoria. Con esta inquietud, no resuelta por miedo, quiero cerrar esta deuda pendiente con mi puerto de tierra, la entrañable Port-ales.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.