La violencia en el norte del país sigue forzando el éxodo de cientos de familias que abandonan sus hogares en busca de refugio y seguridad. La Sierra Tarahumara, en Chihuahua, se ha convertido en un campo de batalla entre cárteles del narcotráfico, dejando como saldo una creciente población de desplazados internos que sobreviven en albergues, en condiciones precarias y sin apoyo suficiente de las autoridades.
Esther —nombre ficticio por seguridad— es una de ellas. El pasado 13 de diciembre, su esposo fue asesinado en la cocina de su casa, en una comunidad del ‘Triángulo Dorado’, una región fronteriza entre Chihuahua, Sinaloa y Durango donde históricamente han operado cárteles de la droga. Su hijo, de apenas 10 años, presenció el crimen y confrontó al sicario con una pregunta imposible: “¿Por qué mataste a mi papá?”
La respuesta nunca llegó. Solo quedó el silencio, el trauma y el miedo. Días después, Esther cerró con llave la puerta de su casa y huyó con sus hijos.
Casos como el suyo se repiten cada vez con más frecuencia. De acuerdo con la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, al menos 386 mil personas han sido desplazadas por la violencia en el país. Solo en Chihuahua, más de 200 familias han sido reubicadas por ataques armados, según reconoció en septiembre de 2024 el secretario estatal de Desarrollo Humano, Rafael Loera.
“Es una población que ha ido mucho en aumento”, confirma Linda Flores, coordinadora de la Casa del Migrante San Agustín, en la capital del estado. Desde este refugio, operado por la sociedad civil, se asiste a personas como Esther sin ayuda oficial suficiente. “La sierra de Chihuahua, ahorita, es una zona de guerra”, afirma.
Los testimonios recabados desde esta organización revelan que la mayoría de los desplazados provienen de comunidades indígenas, como las tepehuanas y tarahumaras. En poblados como Guachochi y Guadalupe y Calvo, hay registros de menores retenidos en sus viviendas por grupos armados, y familias enteras amenazadas de muerte si intentaban huir.
Los enfrentamientos entre el Cártel de Juárez y el Cártel de Sinaloa han recrudecido la situación. De acuerdo con la Fiscalía General del Estado, esta disputa territorial ha derivado en operativos de seguridad en comunidades como El Cajoncito, Las Casas o La Trampa. Sin embargo, estos operativos han sido insuficientes frente a la violencia persistente y la falta de un plan estatal integral para el retorno seguro o la reubicación digna de las víctimas.
Mientras tanto, Esther intenta sobrevivir lejos de su casa, con sus hijos profundamente afectados por el trauma. “Yo miro a mis niños muy dañados”, cuenta. “Me preocupa que cuando crezcan todo esto les estalle en la cabeza. Tengo miedo de que él también quiera tomar las armas.”
Sin atención psicológica, sin recursos para rehacer su vida y sin justicia para su esposo asesinado, Esther encarna el rostro de una crisis humanitaria que sigue sin respuestas.
La Casa del Migrante San Agustín ha hecho un llamado urgente al gobierno de Chihuahua y al gobierno federal para que no ignoren esta tragedia en curso. Pero, por ahora, son las organizaciones civiles las que siguen cargando con la tarea de atender a las víctimas de una guerra no declarada que se libra en los rincones más olvidados del país.