LAS EXPLOSIONES: AQUEL DÍA HACE 33 AÑOS

LAS EXPLOSIONES: AQUEL DÍA HACE 33 AÑOS

Editor Proyecto

mayo 1, 2025

Jorge Regalado

Fotos: Azarel Cruz / Sucedió en Guadalajara

Las generaciones actuales, si nadie les informa, no sabrán que hace 33 años, un miércoles 22 de abril de 1992, esta ciudad que durante un tiempo fue amable y se le conocía como la ciudad de las rosas o la perla de occidente, ese día, alrededor de las diez de la mañana, se le apareció el diablo con millones de litros de gasolina en la panza que, dicen, sin que nadie se diera cuenta, había extraído de los contenedores que PEMEX tenía entonces en el lugar conocido como La Nogalera, pegadito a la avenida Lázaro Cárdenas, en los alrededores de El Álamo,  y que luego, con la complicidad y negligencia de los directivos de PEMEX, de las autoridades estatales de Jalisco (Guillermo Cosío Vidaurri) y Guadalajara (Enrique Dau Flores), los vomitó al drenaje profundo del entonces Sector Reforma, y en pocos minutos, con una serie de explosiones, puso de luto a la ciudad llevándose para siempre y de manera anticipada a un número indeterminado de personas de todas las edades que por ahí vivían, trabajaban o transitaban. Otras varias que no murieron quedaron lesionadas para siempre.

Como suele suceder en este tipo de desastres, el número de damnificados, lesionados y peor, de muertos, no coinciden. El gobierno de Jalisco nunca acepto más de 250 personas fallecidas. La versión de los damnificados sobrevivientes hablaba de más de mil. 

Una de las explosiones, la que me tocó ver y sentir sucedió en la confluencia de la calle Aldama y la calzada Independencia. Ese día, junto con mi esposa Elena y mi hija Tania, además de mi suegra (Rosario Águila) y su hermana (Petra Águila), mi cuñada Cristina y sus hijos Luis Ángel y Daniel, todos, circulábamos en un coche, si mal no recuerdo un Datsun rojo. Afortunadamente para nosotros íbamos por el carril de norte a sur de la calzada. Minutos antes habíamos pasado por mi suegra que vivía en el barrio de El Retiro y nos dirigíamos a mi pueblo, Cuexcomatitlán, porque un día después, el 23 de abril, es mi cumpleaños y lo festejaríamos allá.

Entonces vivíamos en la colonia El Auditorio, en la calle Club Imperio, nomás pasando el Periférico. En el camino hacia El Retiro, Elena me leía del periódico Siglo 21 la nota que denunciaba que los vecinos de Analco y barrios aledaños llevaban varios días que nos dormían bien por los intensos olores a gasolina que salían de las alcantarillas y de los drenajes de sus casas. 

El diablo y la muerte tenían días anunciándose y por eso en todos los barrios se olía a gasolina. Aún ahora se desconoce la razón por las que ninguna autoridad hizo caso a las preocupaciones y denuncias vecinales que percibían el olor. Además, cuando los técnicos de PEMEX y los bomberos acudieron, al extraer de las alcantarillas los explosímetros, éstos marcaban 100 por ciento de explosividad. A pesar de ello, ningún gobernante se atrevió a hacer lo que les correspondía: autorizar el desalojo de la población en evidente riesgo.

¿Por qué no lo hicieron? Esa es la pregunta que no tendrá ya una respuesta. Ambos gobernantes murieron sin dar una respuesta convincente.

Ese día, en el momento exacto que por el carril contrario pasábamos frente a la calle Aldama, escuchamos un sonido sordo, extraño y sentimos como si la tierra crujiera en sus entrañas. Inmediatamente después, sorprendidos, vimos la explosión. Nos asustamos al observamos como los postes, como si fueran frágiles árboles, se mecían y los cables, peligrosamente, hacían chispas. Lo que más nos asusto fue ver como una pesada pipa, tal si fuera en vehículo de juguete, la explosión la levanto por los aires y cayó llantas arriba.  De su cabina, alcancé a ver cómo, arrastrándose de espalda, salía sangrando el chofer. A lo largo de la calle Aldama, rumbo al oriente, pudimos ver gruesas columnas de humo y polvo que salían de las alcantarillas en medio de la calle.

Instantáneamente cundió el descontrol y el caos. Todos los conductores estábamos asustados y desorientados. No sabíamos que sucedía, pero intuíamos que estábamos en una zona de riesgo de la que debíamos alejarnos. Tanto mi segura como su hermana, de inmediato, empezaron a rezar dentro del coche. Yo, dentro del descontrol decidí avanzar y salir de la calzada lo más pronto posible. Así, cuadras adelante, di vuelta a la derecha por la avenida de La Paz, entonces de doble sentido y seguí hasta la avenida del Federalismo. Ahí giré a la izquierda y en Lázaro Cárdenas también a la izquierda, sin caer en la cuenta de que dicha vialidad nos conduciría a los contenedores de PEMEX. 

Por supuesto que no sabíamos que esta empresa paraestatal era la responsable de haber provocado el peor desastre urbano en esta ciudad. PEMEX nunca sumió su responsabilidad y tampoco hubo alguna autoridad que la obligara. Inmediatamente quedo claro que los otros responsables por negligencia criminal eran los gobernantes. Tampoco hubo autoridad superior que así los declarara como lo exigieron los movimientos sociales de damnificados y lesionados.

El coche no tenía radio y por tanto no podíamos escuchar las noticias. Inocentemente pasamos frente a La Nogalera y llegamos a la carretera a Chapala. Estábamos cerca del aeropuerto cuando recordamos que Tania traía una radiograbadora. La encendió y, claro, nuestro asombro fue mayor al escuchar las noticias y las voces temblorosas y agitadas de los locutores. Así llegamos al crucero hacia Cajititlán y en este pueblo, tanto doña Chayo como doña Petra me pidieron parar unos minutos para entrar al templo de los Tres Reyes a seguir rezando.

Invadidos por la incertidumbre llegamos a Cuexcomatitlán. La comunicación estaba perdida. Hasta en la noche pudimos comunicarnos con nuestros numerosos familiares. Fue un día terrible y una larga noche, pero, por supuesto nada parecido a lo que estaban viviendo los vecinos sobrevivientes de la zona siniestrada. Nuestros silencios eran enormes. Prolongados. Las noticias de la radio y la televisión eran aterradoras.

Regresamos tres días después. En la ciudad se respiraba un ambiente diferente. La sorpresa, perplejidad, tristeza y miedo, se podía advertir en la gente. Creíamos oler a gasolina por cualquier rumbo.

Empecé a vivir una experiencia diferente. Desde la UdeG, junto con colegas de otras instituciones nos ligamos al movimiento de damnificados y lesionados. Empezamos a documentar sus procesos organizativos y a entender la diferencia entre desastre natural y desastre socioambiental. Surgieron los temas de los riesgos urbanos, de la protección civil y la salud ambiental. Se hicieron muchas promesas. Se afirmó que se haría lo necesario para que no volviera a suceder un desastre igual. No fue así, 33 años después ni siquiera se han resuelto y atendido las demandas de las personas lesionadas y, por supuesto, nadie puede asegurar que vivimos en una ciudad exenta de riesgo urbanos iguales o peores.