noviembre 30, 2018
Solo en México. En ningún otro país democrático del mundo el tiempo que pasa entre la elección de un jefe del poder ejecutivo y su toma de posesión es tan largo. Cinco meses durante los cuales el presidente saliente despacha rutinariamente los asuntos, como ocurre con los gobiernos “en funciones” de los países con régimen parlamentario cuando se ha disuelto el parlamento y aún no se ha elegido al nuevo o, cuando ya electo el nuevo congreso, no se ha logrado la mayoría para formar gobierno. Un largo periodo en el que las decisiones relevantes quedan aplazadas, pues el gobierno saliente anda como muerto viviente o cadáver insepulto, ya sin fuerza política ni capacidad de hacer avanzar iniciativas legislativas, sobre todo en un caso como el actual, donde la mayoría del Congreso responde al próximo presidente, mientras al gobierno que aún no asume le comen las ansias tomar las riendas.
Este largo periodo de transición ha existido en México al menos desde la Constitución de 1857. La experiencia de 1822, cuando el primer congreso de la vida independiente nunca llegó a reunirse completo, explica en parte la larga transición. En un país sin comunicaciones, era indispensable un lapso que permitiera calificar las elecciones que entonces eran responsabilidad de las autoridades locales, y que fuera suficiente para el traslado de los elegidos a la capital, para que a su vez calificaran la elección presidencial.
Es curioso, pero la primera vez que la norma del 57 se aplicó, el presidente electo en julio (entonces la elección era indirecta y el voto popular se emitía en junio, mientras que dos semanas después sesionaba el Colegio Electoral, del que salía el presidente electo), Ignacio Comonfort, tomó posesión el 1 de diciembre, pero solo ejerció el cargo durante 17 días, pues él mismo intentó abrogar la Constitución y le abrió paso al Plan de Tacubaya, con el que comenzó la guerra civil de los tres años, la de la Reforma. El calendario subsistió durante la República Restaurada y el Porfiriato, aunque solo en una ocasión contribuyó al conflicto: cuando el intento de reelección de Lerdo de Tejada en 1876 fue contestado por el desconocimiento de José María Iglesias y la rebelión de Porfirio Díaz. En el resto de las transiciones el presidente entrante fue el mismo que el presidente saliente: primero Juárez y luego Díaz, pues Madero fue electo en 1911 en comicios extraordinarios y el período de transición fue breve.
La Constitución de 1917 heredó el absurdo interregno de facto de su modelo y antecesora. Nadie en el constituyente de 1916 reparó en el posible problema que ese largo período de transición podría provocar. Ya para entonces, el tiempo transcurrido entre la elección y la instalación del Congreso, dos meses después, se justificaba menos en un país que ya contaba con ferrocarriles, aunque regiones como la península de Yucatán todavía estuvieran muy aisladas. De acuerdo con el texto original de 1917, era el Congreso ya en funciones el que calificaba la elección presidencial y se constituía en Colegio Electoral para proclamar al presidente electo. En 1920 el tiempo entre la elección y la toma de posesión se acortó, debido al golpe militar que derrocó a Venustiano Carranza y al hecho de que se había nombrado a un presidente sustituto, Adolfo de la Huerta, que convocó a elecciones para septiembre, con lo que solo transcurrieron tres meses entre el triunfo de ÁlvaroObregón y su toma de posesión.
La elección de Plutarco Elías Calles fue en julio de 1924, ya derrotada la rebelión militar que intentó impedir su candidatura, y su toma de posesión fue en diciembre –tiempo que el electo usó para un largo viaje por Europa–, pero no ocurrió lo mismo con quien hubiera sido su sucesor –y antecesor–, pues Obregón fue asesinado dos semanas después de su reelección en julio de 1928. El interino Portes Gil fue designado por el Congreso en septiembre y tomó posesión en la fecha establecida por la Constitución. Aquel período de transición fue, como se pueden imaginar, bastante movido, con conspiración militar y pacto político incluidos. El sustituto Ortiz Rubio fue electo en noviembre de 1929 y tomó posesión el cinco de febrero de 1930, pero no terminó en 1934, como se suponía, sino que fue reemplazado en 1932 por Abelardo Rodríguez.
A partir de Lázaro Cárdenas –con la única excepción de Ernesto Zedillo, quien fue electo en agosto, por una reforma que ya entonces pretendía reducir el interregno, después de la conflictiva experiencia de 1988, con su prolongado conflicto postelectoral– los presidentes han sido electos en julio y han tomado posesión en diciembre (aunque Cárdenas protestó el cargo el 30 de noviembre). Cinco largos meses que durante la época clásica del PRI sirvieron para los rituales de despedida del saliente, mientas el entrante se tomaba con calma la construcción de su gobierno y de sus redes de alianzas. No había crisis alguna, pues se trataba de un proceso de continuidad entre integrantes del mismo partido, con fuertes vínculos entre sí.
La traumática experiencia de 1988 –cuando la elección cuestionada llevó a que el interregno se transformara en temporada de agitación social e inestabilidad, en las postrimerías del monopolio político del PRI– se repitió en 2006, ya en tiempos de alternancia, cuando de nuevo la elección fue cuestionada y el candidato que reclamaba el agravio, el mismo que ahora ha resultado triunfador, propició oleadas de protesta que, de nuevo, generaron una crisis política relevante. Los cinco meses siguientes a la elección volvieron a ser un período de gran inestabilidad que, como en 1988, concluyó una vez que el nuevo presidente tomó posesión legal de su cargo.
Ahora, sin conflicto postelectoral, con un presidente electo por mayoría absoluta de los votos y un Congreso afín, la larga transición ha tenido otros efectos perniciosos. No han sido, como en 1988 o en 2006, las protestas sociales lo que ha generado incertidumbre, sino la actuación del presidente electo, que ha tomado decisiones sin tener aún facultades, con la complacencia del presidente saliente, ya resignado a no tener ningún papel relevante. Ha sido un período de ensayo que ha puesto nerviosos a los agentes económicos, pero también un tiempo en el que se han tomado decisiones sin tener aún facultades legales para hacerlo, con la consiguiente contradicción entre lo decidido y sus efectos inmediatos.
Los períodos largos de transición entre gobiernos no tienen sentido en un mundo comunicado y con la tecnología suficiente para facilitar los procesos de cambio de autoridad. Solo la supervivencia del sistema de botín, donde todos los cargos relevantes de la administración pasan de unas manos a otras, dificulta lo que con una administración pública profesional y permanente sería un proceso sin solución de continuidad. Los enmarañados rituales de entrega–recepción son consecuencia del hecho de que todas las posiciones que manejan información sensible serán ocupadas por nuevos funcionarios, que tienen que adquirir los conocimientos básicos del puesto que desempeñarán. En las democracias avanzadas, la administración pública prácticamente no se modifica entre un gobierno y otro y solo los titulares de los ministerios y de algunas agencias son de designación política. Aquí, en cambio, hasta el último analista puede ser relevado, con costos enormes de aprendizaje, altos grados de incertidumbre y enmarañados procesos jurídico–administrativos.
El próximo período de transición entre gobiernos será más breve: dos meses menos. Todavía muy largo, pero más razonable. Es de esperar que la incertidumbre sea menor, pero solo el surgimiento de un servicio profesional de carrera, que le dé continuidad a las tareas gubernamentales de carácter técnico, permitiría procesos más eficaces de cambio de gobierno, sin la politización extrema que hemos vivido en los últimos meses.
Información de Horizontal.mx