Por Diego Enrique Osorno

Murió Mauricio Fernández Garza, alcalde de San Pedro Garza García, la ciudad más rica de América Latina. Su figura fue un espejo bárbaro de dicho territorio del noreste mexicano: palpitante, contradictoria, blindada contra la violencia, pero también atravesada por ella. Quienes lo conocimos, sabemos que hablaba y gobernaba desde las entrañas, no desde biblias ni manuales.

Cuando filmamos «El alcalde», entre 2009 y 2012, la posibilidad de que lo asesinaran era real. El área metropolitana de Monterrey vivía colapsada y una violencia imparable acechaba el municipio que gobernaba por segunda vez. Tres hombres que lo quisieron matar acabaron muertos. También pasó lo mismo con su jefe de inteligencia y su jefe de escoltas, con quien habitualmente coordinábamos los días de rodaje.

En ese ambiente sombrío, Mauricio hablaba de un posible final con una mezcla de calma y desafío. Contra la opinión de sus hijas, le decía a Stefan, su hijo psiquiatra, que si lo mataban le heredaría su cabeza para que la estudiara. En cualquier otro político esto podía sonar a impostura, pero en Mauricio la ocurrencia sonaba sincera, incluso tierna en su brutalidad.

Durante una de las entrevistas del documental me dijo una verdad incómoda y dolorosa: que en ranchos de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila se cometían masacres secretas, operaciones de arrase hechas por militares y grupos criminales en las que cientos de cuerpos de personas desaparecían sin registro alguno. Lo dijo cuando nadie más se atrevía a hacerlo. Años después, las fosas clandestinas, los testimonios, las investigaciones periodísticas y los colectivos de buscadoras confirmarían sus palabras.

Fuera de la política, Mauricio era un coleccionista compulsivo y un mecenas. En su casa La Milarca reunió piezas que parecían extraídas de un museo imposible: cabezas reducidas por jíbaros, una espada atribuida a Hernán Cortés, otra a Iturbide, esculturas de Tamayo y Toledo, meteoritos… Al mismo tiempo impulsaba museos de arte popular, de numismática y de artes decorativas. Apoyó a artistas jóvenes, compró obra, financió proyectos. Veía en el arte un contrapeso a la violencia, aunque siempre lo mencionaba de paso, como si le disgustara posar de benefactor.

También transformó el espacio público. Casi obligó a su amigo Francisco Toledo a levantar una lagartera gigante en el centro de Monterrey, gesto insólito que sorprendió a una ciudad más habituada a la arquitectura industrial que a las criaturas míticas. Y encargó al Dr. Lakra un mural monumental en el túnel de la Loma Larga, el principal acceso y salida del municipio, donde un tatuaje gigante de esqueletos, murciélagos e insectos saluda a quienes circulan por el Reino.

Creo que su obsesión más tardía fue la paleontología. Compró fósiles marinos, peces petrificados y un apatosaurio de 25 metros que exhibió en el Parque Fundidora. “Mucha de mi paleontología está montada como arte”, me decía, porque en esos huesos veía más que ciencia: veía una forma de domesticar el tiempo. A su hija Vanessa le regaló un anillo con fragmentos prehistóricos para que lo presumiera durante sus estudios en Europa, convencido de que ninguna joya de las familias reales entre las que se codeaba podía competir con la autenticidad y antigüedad de un fósil. Así mezclaba el orgullo familiar con la desmesura de su carácter.

La numismática fue otra de sus pasiones. Muchas de las veces que lo visité en su casa enclavada en la Sierra Madre o en su rancho de Lampazos, estaba enfrascado en revisar, clasificar y escribir sobre monedas y billetes raros. Le fascinaba que en un trozo de metal cupiera la historia de un imperio entero, toda la gloria y la ruina grabadas en una misma superficie. Si los fósiles daban la medida de lo eterno, quizá las monedas ofrecían la medida de lo efímero.

En cuestiones políticas también se adelantó a su tiempo. En 2003, cuando buscaba la gubernatura de Nuevo León, propuso legalizar la marihuana y combatir el lavado de dinero de los grupos criminales. Aquellas ideas le cerraron puertas de una sociedad conservadora e hipócrita, aunque hoy forman parte del debate común. No era un ideólogo ni un reformista: era alguien que decía visceralmente lo que pensaba, aunque eso lo volviera incómodo hasta para los suyos.

Tras varios meses de seguirlo en su segunda gestión de alcalde para escribir un perfil de él en la revista Gatopardo, le llamé para decirle que estaba por publicar mi artículo. De paso le comenté que mis editores decían que estaba completamente loco. “Normal, normal, nunca he sido”, celebró a risas del otro lado de la línea telefónica. Fascinado, Barry Gifford, guionista de David Lynch, luego de ver «El alcalde» en el Festival de Cine de los Cabos, estaba convencido de que Mauricio era un actor profesional, “el Jack Nicholson mexicano”, no dejaba de proclamar.

Mauricio encarnaba una masculinidad norteña forjada en el mandato del exceso: la del cazador de elefantes en África que hace del trofeo su argumento, la del heredero de alcurnia, y la del político que convierte la dureza en lenguaje, pero también la de un hombre que dejaba ver las fisuras de ese poder. Así, para unos era un paramilitar; para otros, un justiciero.

También fue un filántropo que fundó museos, un coleccionista que veía en cada objeto un modo de explicar el mundo, y un patriarca de su feudo que quiso dejar huella en una ciudad obsesionada con su presente inmediato. Difícil de estereotipar, parecía inventado para las etiquetas fáciles, pero siempre se escurría de ellas.

Por eso, en un giro insospechado, durante sus últimos años de vida se convirtió en una figura de TikTok. Allí lo conocían como el Tío Mau, seguido por niños y adolescentes que lo escuchaban hablar de política, de vampiros, de fósiles, de su propia vida, con la misma franqueza que mostraba en privado. Lo que para algunos era un anacronismo, para otros fue un fenómeno: un tipo formado en la política tradicional tenía eco en las pantallas de una generación nacida mucho después de sus primeras batallas.

No murió en ninguna de las guerras que lo rodearon durante varios años. En los inicios de este otoño, murió junto a los suyos, todavía siendo alcalde y con una pauta marcada aún por él mismo. Su vida fue un intento constante de desafiar tanto la violencia como el tiempo.

Hace justo una semana le escribí una cartita tras el anuncio de su retiro, y hoy que ha partido queda un halo de que el poder es apenas una forma pasajera de ordenar el caos y la gloria se mide en instantes, sin embargo, lo que dejan algunas personas como Mauricio es la certeza bárbara de que vivir sin miedo a mirar de frente el abismo es también una forma de inscribirse en la memoria de los demás.

QEPD, Mauricio Fernández Garza. Agradezco la franqueza con la que me permitió conocerlo y la intensidad de su presencia.