diciembre 7, 2018
Hace poco más de una década, en México no hablábamos de activismo, ni siquiera lo hacían quienes ahora se autonombran activistas. Hablábamos de pueblo, de ayuda mutua, de movilización social, de desobediencia civil, de protesta, de exigencia, de resistencia… Ahora tenemos activistas de todas las áreas de trabajo y para casi todos los temas. Ellos han descubierto que en México existe un déficit de ciudadanía, que los mexicanos somos ciudadanos de “baja intensidad”, ya sea porque somos pobres, o porque somos flojos o porque no nos comprometemos lo suficiente o, quizá porque andamos tan cansados como el exprocurador. Están preocupados porque urge “construir ciudadanía” para tener gente activa y responsable, pues parece que andamos medio dormidos y que así la cosa no va a funcionar, ¿de veras?
Recomendaría a quiénes así opinan que salgan a las calles y observen en qué se nos va la vida a los y las mexicanas. Y, si no quieren dejar los presídiums, los programas de radio y televisión o los escritorios, que revisen la historia de los movimientos sociales en México y los numerosos estudios sobre el trabajo colectivo en diversidad de campos (dos ejemplos: los trabajos de Víctor Toledo sobre las luchas campesinas medioambientales y los proyectos emprendidos en casi todo el país y el libro de Gustavo Verduzco sobre la trayectoria de la sociedad civil en México).
Urge voltear la mirada hacia el otro lado del problema: ¿qué hacen los gobiernos? Además de crear infinidad de problemas sociales, ignoran olímpicamente a la ciudadanía activa, al pueblo en movimiento, a las demandas populares o como le queramos llamar. Trataré de ilustrar lo que afirmo a partir de un estudio de caso sobre una movilización de vecinos en la delegación Iztacalco de la Ciudad de México que elaboré para CCiudadano, del CIESAS.
Igual que a nivel nacional, en la ciudad de México, en vez de una política de vivienda, “se ha promovido una política de construcción de vivienda” (Connoly, 2006), que más que ofrecer soluciones, ha creado muchos problemas como intereses de poder y económicos, una explosión inmobiliaria cargada de inconsistencias e irregularidades y muchos efectos negativos para la ciudad y sus habitantes.
De manera paralela al fenómeno de explosión inmobiliaria promovido desde el gobierno, particularmente durante la última década, se ha expandido la organización y movilización vecinal; el activismo, como tendemos a llamarle actualmente. Y no me refiero sólo a una mayor presencia y acción de organizaciones de vecinos en casi todas las delegaciones, sino también a la conformación de una oposición de grupos ciudadanos que va cobrando fuerza y que demanda diálogo y acciones a las instituciones gubernamentales para cambiar la política de desarrollo urbano.
En el estudio Por mi barrio ¡no nos vamos a dejar! se describe cómo, un grupo de vecinos de la delegación Iztacalco se organizaron para oponerse a la construcción ilegal de un multifamiliar y el limitadísimo alcance de sus acciones. El caso ilustra al menos dos efectos de las medidas de las políticas de construcción en la ciudad de México: la contundente oposición de la ciudadanía y lo complejo que resulta que la participación de las personas o grupos sociales derive en procesos de diálogo u otras formas que pudieran conducir a enmendar malas decisiones públicas.
Las estrategias de organización y movilización de estos vecinos incluyeron distintos medios formales (institucionales y jurídicos) y algunos informales. El grupo enfrentó una serie de dificultades que comúnmente tenemos los ciudadanos en el intento por documentar los problemas y promover alternativas a quienes tienen el poder de decisión empezando por lo más elemental: la falta de información pública necesaria para entender y documentar las formas de corrupción y otras irregularidades.
La sociedad organizada está utilizando los caminos conocidos y también explorando nuevas formas, pero sin obtener resultados concretos para mejorar su nivel de vida o para modificar acciones irresponsables de las autoridades locales. Los ciudadanos tienen que emprender procesos complejos, desde la solicitud de la información, la investigación exhaustiva para entender el problema y conocer cómo proceder para exigir a los gobiernos, hasta estar pendientes de lo que significan las respuestas o no respuestas de los funcionarios y representantes que tienen poder de decisión. En otras palabras, los ciudadanos organizados tenemos que convertirnos en detectives, investigadores sociales, abogados, activistas, promotores, manifestantes, cabilderos, negociadores, vigilantes y un gran etcétera. Para vigilar y exigir a los gobiernos, los gobernados necesitamos realizar infinidad de actividades, que comúnmente van más allá de nuestras capacidades y recursos.
Las autoridades mexicanas no están preparadas para dialogar con los ciudadanos, entendido el diálogo como una conversación abierta con el fin de lograr acuerdos que modifiquen el problema que se discute. En este caso, algunas instancias de atención ciudadana no respondieron los comunicados de la organización y, si lo hicieron, fue tarde y sin proporcionar a los demandantes recursos que les permitieran proceder contra la ilegalidad de la construcción del multifamiliar.
De acuerdo con las conclusiones del estudio, aunque en México contamos con costosos órganos administrativos, creados específicamente para representarnos y acompañarnos ante abusos o gestiones indebidas de parte de las instancias de gobierno, estas no tienen suficientes facultades para representar a la ciudadanía frente a otras autoridades ni sus funcionarios tienen la disposición de hacerlo. Además de tener muy poca influencia en la toma de decisiones, estas instancias jurídicas, tienen otras limitaciones normativas para procurar o defender a los ciudadanos. En resumen, los procesos disponibles para la sociedad son ineficientes, además de la complejidad de sus diseños, su implementación parte de una lógica de conceder ciertas peticiones y no de garantizar el acceso a los derechos de las personas.
Al desatender la demanda ciudadana, las instancias del gobierno local acostumbran “mitigar”, obligar a los “desarrolladores” a realizar obras que según ellos, compensan los daños. En el caso al que refiero, ante la no disponibilidad de las instancias de gobierno de la ciudad de detener la obra, la delegación ofreció a los vecinos la remodelación de un espacio público aledaño. Esta oferta, inmersa en una lógica perversa de obligaciones y derechos, resulta sumamente cuestionable, ya que los servicios que las autoridades están obligadas a realizar no pueden convertirse en objeto de negociación y menos para tratar de mitigar efectos de no haber hecho lo suficiente para frenar una obra privada que afecta a la comunidad.
Por si fuera poco, el proceso de remodelación del espacio público, con supuesta participación de la comunidad, resultó sumamente complicado y engañoso y derivó en más problemas. La cooptación de parte de funcionarios de la delegación a los coordinadores de comités de participación ciudadana para que, ilegalmente, manifestaran por escrito y a nombre de la comunidad, su anuencia con la construcción del multifamiliar generó aún más desconfianza respecto a los instrumentos gubernamentales diseñados para “promover” la participación social.
Mientras la ciudadanía se reinventa, las autoridades siguen utilizando estrategias antiguas, como cooptar liderazgos, retrasar procesos, dividir a las comunidades, entre otras práctica que llevan al desgaste de cualquier organización.
Si los gobiernos entrantes tienen realmente intenciones de hacer las cosas de manera más eficaz y menos corrupta, no pueden seguir esperando que la sociedad civil organizada logre esta misión imposible, deben encontrar la manera para que el pueblo, que no está dormido, sea escuchado. Como lo dijo Guillermo O´Donnell: la legalidad democrática es un bien esencial de la ciudadanía y, por tanto, el primer derecho ciudadano es la existencia de un Estado capaz de garantizar para todas y todos y en todo el territorio, la vigencia plena del sistema legal.
Con información de Horizontal